You brought two too many
Rodolfo Napurí
C'era una volta il West (1968) es el western
que contiene todos los westerns, tal como Sergio Leone quiso que fuera: no una
síntesis de las "películas de vaqueros", sino un homenaje al único género que el cine ha inventado. Las referencias en esta película a westerns clásicos son incontables: High Noon, 3:10 To Yuma, Johnny Guitar, The Iron Horse, Shane,
The Searchers, Warlock, The Magnificent Seven, Winchester '73, The Man Who Shot Liberty Valance, The Last Sunset, Duel In The Sun, Sergeant Rutledge, My Darling Clementine, etc.
Este despliegue de erudición cinematográfica, esta casi abusiva exigencia a la memoria del cinéfilo fue interpretada por el espectador neófito como lenta y aburrida. La crítica la juzgó al principio como una velada secuencia de guiños nostálgicos, es decir, como un mero calco de la tradición. Para nuestra felicidad, eso no es cierto. Leone nunca copió a nadie, más bien modificó y reinterpretó a todos. Fue un auténtico cineasta, porque su obra no es resultado de la percepción del ojo, sino del lente que precede al ojo y que modifica lo que este percibe. C'era una volta il West no es una secuencia de escenas reconstruidas, sino recreadas. El guión no es un zurcido hecho de retazos incompatibles; por el contrario, es una reinvención sin precedentes.
Esta primera escena, por ejemplo, es una recreación del inicio de High Noon. En el western de Fred Zinnemann,
los pistoleros esperan en la estación al villano; en el de Leone, quien llega es el némesis del villano (Harmonica/Charles Bronson). Los roles se invierten, el relato extrapola las convenciones establecidas, los detalles se convierten en protagonistas y los personajes pasan a un segundo plano. La película es impredecible para el espectador que espera ver un western tradicional. C'era una volta il West, toda la obra de Leone, es una cita a ciegas que nunca decepciona y que solo requiere que el espectador la vea sin prejuicios y con cierta inocencia.
Sin embargo, puede decirse que sus películas siguen ciertas convenciones y repiten una y otra vez el mismo recurso, el mismo plano en el mismo punto crítico del argumento, el mismo desenlace. Los genios suelen plagiar a sus antecesores para volver a inventar la tradición y, en algún momento, pasan al autoplagio. Solo quienes conocen la tradición pueden modificarla para luego repetir su propia versión con el objeto de establecerla como una nueva. Sergio Leone es uno de esos genios. Un ejemplo de su recursividad es la inversión. Las escenas no son breves ni dinámicas; tampoco están subordinadas al argumento. Son largas y demoradas, porque importa más el plano y el encuadre que el relato. Sus precursores pueden rastrearse hasta los orígenes del cine, pero es justo afirmar que en las películas de Leone el lenguaje visual está por encima del verbal y puede prescindir de él. Las palabras han sido desplazadas por las imágenes y por el sonido; la sintaxis ahora es netamente audiovisual.
Esta escena es un excelente ejemplo. La tensión que está presente desde el principio y que es la verdadera protagonista de la secuencia es el preámbulo de la violencia. Más que en la violencia misma, Leone estaba interesado en los ritos que la precedían. Los tres pistoleros que esperan la llegada de su víctima en la estación del tren son, a su vez, víctimas de los ruidos que se repiten intolerablemente, infinitamente, en medio de la nada. Uno, por el de las gotas de agua que caen en su sombrero; otro, por el del zumbido de la mosca que aterriza en su barba para volver a volar; el tercero, por el del crujido que hacen las aspas del molino cada vez que completan una vuelta. Esta repetición horrísona y sin término orquestada por Ennio Morricone, compositor de este score deliberadamente antimusical, lacera el viento que sopla por todos lados. Sabemos que algo va a pasar, pero no sabemos cuándo, porque los diez minutos de tensión, de ruidos y de silencios son interminables. El diálogo que rompe el silencio en 11:21 debe su fuerza y su eficacia a esta tensión de los minutos previos. Harmonica/Bronson cierra el breve intercambio verbal con
una frase que en sus labios es una sentencia de muerte:
Harmonica: And Frank?
Snaky: Frank sent us.
Harmonica: Did you bring a horse for me?
Snaky: Well... looks like we're... looks like we're
shy one horse.
Harmonica:
You brought two too
many.
Now that you've called me by name…
Esta escena, la segunda de C’era una volta il West, introduce al villano. El irlandés Brett McBain y su hijo menor regresan a Sweetwater, propiedad y hogar de la familia, luego de cazar patos (clara alusión al inicio de Shane, que no se reproduce en el video editado que cierra esta sección). Los McBain preparan en Sweetwater al aire libre la bienvenida a Jill (Claudia Cardinale), la flamante esposa de Brett, a quien conoció y desposó en un burdel de Nueva Orleans. Mientras dispone la mesa, la hija de McBain canta Danny Boy: “Oh Danny Boy, the pipes, the pipes are calling (…) / The summer’s gone, and all the roses falling”, una balada tradicional considerada casi un himno por los emigrantes irlandeses a Norteamérica y cantada con frecuencia en los funerales. De pronto el silencio y, a semejanza de la sinfonía de ruidos que Morricone despliega en la primera escena (You brought two too many), el sonido chirriante de la cuerda amarrada
a la cuba de agua y el súbito estrépito del vuelo de las aves presagian lo peor. Suena un disparo. En el cielo, una de las aves parece caer; sin embargo, un plano general muestra cómo se desploma el cuerpo inerte de la hija de McBain. A continuación, hay un primer plano del rostro horrorizado de McBain, quien corre hacia su hija. En el trayecto, es abaleado, al igual que el hijo mayor. Del interior del hogar de los McBain, alguien sale al escenario de la masacre. Cuando el personaje alcanza la puerta de salida, un contraplano revela que se trata del hijo menor de McBain. El primerísimo plano del niño y de sus ojos humedecidos, y la ejecución del tema del villano compuesto por Morricone son simultáneos. Cinco hombres aparecen entre el polvo del desierto, como espectros. Un giro de la cámara enfoca el rostro del villano, que va en el medio de la fila. Es Henry Fonda. Uno de sus hombres acierta a decir: “What are we going to do with this one, Frank?”, refiriéndose al niño. Como la pregunta revela su identidad, Frank/Fonda no tiene otra opción que decir: “Now that you’ve called me by name...”. Luego, desenfunda su revólver y, con una sonrisa, hace fuego.
Nuevamente el recurso de la inversión. En las películas de John Ford, Henry Fonda siempre fue, por casi treinta años, el buen muchacho, el hombre ejemplar. La identificación del actor con el personaje es parte de la tradición del género. Precisamente por eso, Leone pensó que Fonda era el actor ideal para hacer el papel del malo de la película. En C'era una volta il West, no solo es el villano: es el mismísimo diablo.
Jill llega al Oeste
La tercera escena introduce a la heroína. Al final de la escena anterior (Now that you've called me by name...), el silbido del disparo de Frank/Fonda que mata al menor de los McBaine se confunde con el silbido del tren que llega a la estación. La cámara registra un primer plano de la locomotora hasta que esta se detiene. Luego se desplaza hacia la izquierda y tenemos un plano general de los vagones y de la estación. Vemos cómo salen del tren la carga y los pasajeros.
Lentamente se filtra entre el ruido una melodía festiva, propia de algún burdel de Nueva Orleans. La tonada se intensifica cuando Jill McBaine aparece por la puerta del vagón e ilumina la escena con su sonrisa radiante. No ve ninguna señal de bienvenida, así que desciende del vagón y se mezcla entre el gentío que recoge su equipaje y se retira; la música la sigue y también se confunde junto con ella entre los ruidos de la estación. Jill recorre los pasillos hasta sus extremos, busca en el interior de las ventanas, regresa a los lugares donde ya estuvo. Sí, nadie está para darle la bienvenida, nadie la espera, ni nadie vendrá a recogerla.
Entonces mira el reloj de la estación y el tiempo parece detenerse. Es un momento mágico y triste a la vez. La tonada que la acompañaba y los ruidos del lugar desaparecen y empieza el tema de Jill, el correlato sonoro de su pureza y de su belleza, y también el leitmotif que Ennio Morricone escribió para ella y que la identificará a lo largo del film.
Su expresión cambia, está a punto de llorar, pero se contiene y baja la mirada. En su mano, el reloj de bolsillo también parece detener el tiempo. En ese instante sin término se siente más sola que nunca. Cuando levanta la mirada, ya no hay nadie en la estación.
En ese momento el hermoso canto sin palabras de la soprano Edda Dell'Orso empieza a elevarse conforme Jill, equipaje en mano, se acerca a la cámara e ingresa a la oficina de la estación.
El encuadre de la cámara encaja con el perímetro de la ventana de la oficina: vemos a Jill contenida en un encuadre que contiene a otro encuadre. La voz de Edda se detiene y el tema cobra toda su fuerza, mientras Jill deja la estación y se dirige al pueblo con la determinación de quedarse. La cámara, que está en la ventana, se eleva por encima del techo de la estación y no se detiene hasta ofrecer una panorámica del pueblo.
En esta secuencia del film no hay diálogo, solo la música de Morricone, la belleza de Claudia Cardinale y la cámara en exteriores, que en cuatro minutos va de los iniciales planos generales a primerísimos primeros planos, planos detalle, planos subjetivos y, por último, a un gran plano general (la panorámica del pueblo) magnificado por el contraste con el plano anterior, en el que la cámara reduce su alcance al enfocar el interior de la ventana de la estación. Así, sin palabras, como el canto de Edda Dell'Orso, sabemos que Jill llega a un pueblo donde nadie la espera y, como se verá luego en el film, donde la vida de todos girará en torno a ella.
En los siguientes cuatro minutos una cámara subjetiva muestra el pueblo a través de los ojos de Jill. Luego, en una breve toma, el conductor que la lleva a Sweetwater, propiedad de los McBaine, le dice que el irlandés había comprado ese lugar desértico, le había dado ese nombre y era tomado por todos como un loco o un tonto. Sin embargo, el difunto McBaine sabía que el valor de Sweetwater estaba en el agua que contenía. La carreta abandona el pueblo (hasta este punto la filmación se hizo en Guadix, España). En la siguiente toma, la carreta se adentra en el desierto y se reinicia el tema de Jill. Vemos a Jill pasar por la construcción de la ruta del tren que llegará al Oeste; la vemos encaminarse hacia donde se dirige la ruta del tren, más allá de los rieles clavados en el desierto.
El cinéfilo advierte que el escenario es Monument Valley (Utah), la locación favorita de John Ford, la imagen arquetípica de todo western y del Oeste, que Leone conocía como la palma de su mano, y entiende (o debe entender) que Jill es el símbolo que resume la película: su llegada a Sweetwater tiene un propósito.
No sin ironía Jill McBaine es la exprostituta que lleva la pureza del agua a los demás, la doncella que propicia la redención de los hombres que la rodean y la gracia que alivia al hombre común que construye la ruta del tren. Al ubicarse más allá de las vías férreas, Jill se sitúa como el punto de destino del tren, que también es el final de la peregrinación de quienes se aventuran en el Wild West. Jill es la pureza al final de la cruzada que todos llaman Oeste. Ella es el Oeste.
Aquí debo señalar que Leone, al igual que con Henry Fonda (véase más arriba el último párrafo de la sección Now that you've called me by name...), tiene en cuenta otros roles interpretados por Claudia Cardinale que la identifican con un perfil determinado. En 8 ½ es también la portadora del agua que cura, "la muchacha de la fuente (...) bellísima, joven y antigua, niña y señora, auténtica, radiante. Sin duda, ella es su salvación". En 8 ½ y en C'era una volta il West ella es el agua, la vida y la madre. Si buscamos antecedentes del personaje de Jill en la tradición del western, podría citarse a Marian Starrett (Jean Arthur) en Shane, en su relación con el entorno masculino, aunque carece del protagonismo de Jill. O a Vienna (Joan Crawford) en Johnny Guitar, salvo que Vienna es demasiado masculina para compararse con Jill.
A estos seguros referentes creados por Leone, se agrega, en esta escena, otra vez el procedimiento de la inversión. De nuevo Leone vuelve a darle vuelta a la tuerca y, sí, en un género épico, en un mundo masculino donde las figuras femeninas son casi siempre subordinadas y vulnerables, Sergio Leone, tantas veces acusado de machista y de misógino, como si sus películas fueran extensión de su persona, construye alrededor del personaje de Jill McBaine su proyecto cinematográfico más ambicioso: un western a la medida de todos los westerns, pero que no se parece a ningún western. Fiel a su visión, fiel a sí mismo, tenía que invertir hasta el mismo centro de gravedad que sostiene todo el masculino western sin que su proyecto se derrumbe.
You don't sell the dream of a lifetime, dice Harmonica/Bronson al referirse a la obstinación hasta la muerte de Brett McBain por Sweetwater. Lo mismo puede decirse de Sergio Leone. C'era una volta il West (o C'era una volta Jill) es una obra maestra que sobrepasa los límites imaginables del western y a la vez es una de las películas más personales que se han filmado y que aún es un mundo por descubrir.
© 2015 Rodolfo Napurí
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