Federico Fellini y Jean-Luc Godard: secretos cómplices


Rodolfo Napurí


Addison, según refiere Borges, observó que el hombre, cuando sueña, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. También es el autor de la obra que se representa. Desde siempre, la ficción ha jugado con las fronteras entre lo real y lo ficticio, y la literatura abunda en ejemplos. En la segunda parte del Quijote, los protagonistas leen la primera parte del libro, en la que son personajes. En Hamlet, el príncipe ve representado en el teatro el asesinato de su padre, lo que desliza la idea -presente también en Calderón- de que el mundo es un teatro y de que el teatro es un mundo, con lo que llegamos a la idea del “teatro dentro del teatro”. Cabe agregar que, en la tradición, el artificio no siempre es verbal: Las meninas de Velázquez es un buen ejemplo visual.

El cine ha heredado muchos recursos de la tradición literaria y no es ajeno a estos juegos metaficcionales. Hollywood, que tanto ha influido en el cine europeo en este aspecto, cuenta con una tradición de lo que se ha convenido en llamar el “cine dentro del cine”, desarrollada a partir de la aparición del cine sonoro. Desde Show People (1928) de King Vidor hasta Two Weeks in Another Town (1962) de Vincente Minnelli puede trazarse una continuidad que alcanza su expresión más intensa en la década de 1950 cuando, por muchas razones, entre ellas la crisis económica de 1929, la cuota de realismo de la guerra mundial y la aparición de la televisión, la audiencia ya no estaba tan dispuesta a ver películas que retrataban un mundo de fantasía y escapista: musicales, comedias ligeras, mundos en los que nada malo pasaba. El film noir y algunas películas B (en especial las producidas por Val Lewton) reflejaron este cambio. El cine norteamericano había llegado a su madurez: ahora las sombras, tanto del entorno cotidiano como las que habitaban en la mente de los personajes se vuelven los protagonistas y las películas se parecen más al difícil y complejo mundo real. El discurso entonces se vuelve crítico respecto del oficio mismo y se reflexiona sobre los límites entre la realidad y la ficción, entre la vida y la imitación de la vida. Entre las películas más destacadas del periodo están Sunset Boulevard (1950) de Billy Wilder, Singin’ in the Rain (1952) de Stanley Donen y Gene Kelly, The Bad and the Beautiful (1952) de Minnelli, The Barefoot Contessa (1954) de Joseph Mankiewicz y A Star Is Born (1954) de George Cukor.

Son precisamente estas películas las que llaman la atención de los críticos y cineastas europeos, y de los integrantes de la nouvelle vague, en especial de Jean-Luc Godard.


 Le Mépris (1963) de Jean-Luc Godard

Le mépris (El desprecio, 1963) de Godard es la recreación de esta tradición norteamericana del “cine dentro del cine”, en especial de las películas del mejor Minnelli, The Bad and the Beautiful y, notablemente, Two Weeks in Another Town, pero sobre todo es un juego especular de textos e imágenes. El laberinto textual tiene que ver con la Odisea y con la novela de Moravia, en la que se basa la película; el visual, con las posibilidades que se abrían con el nuevo formato de pantalla ancha (en este caso, el Franscope, 2.35:1) y con el encuadre.

El legendario director Fritz Lang hace en la película el papel del director Fritz Lang, que quiere rodar una adaptación de la Odisea; Godard, el de su asistente. Lang representa la “vieja forma” de concebir el encuadre. Le Cinemascope n’est pas un format fait pour filmer les hommes, mais les serpents ou les enterrements. (El Cinemascope no es un formato para filmar personas, sino serpientes o funerales) dice en algún momento el personaje Lang. Sin embargo, la película que contiene al personaje-director Lang es filmada, en afortunada complicidad entre Godard y Coutard, el director de fotografía, de tal forma que Le mépris es irreductible al antiguo formato 4:3. Hay diálogos entre Bardot y Piccoli en los que los dos se sitúan en los extremos del encuadre y la única manera de reducir la escena a 4:3 es hacer falsos movimientos de cámara (de Piccoli a Bardot y de Bardot a Piccoli) para dar cuenta de la conversación, que de hecho se hicieron para la versión televisada, pero que en el original no existen porque el diálogo, gracias a la pantalla ancha, se ha filmado sin mover la cámara. Los encuadres son irreductibles también porque los movimientos de cámara son lentos y extensos.


Michel Piccoli y Brigitte Bardot

Le cinéma, disait André Bazin, substitue à notre regard un monde qui s'accorde à nos désirs. Le mépris est l'histoire de ce monde.
Jean-Luc Godard


Le mépris (1963)

De hecho, Le mépris está hecha de planos casi fotográficos, sin el movimiento que la versión reformateada para la TV le atribuye. Buenos ejemplos son la estatua Bardot entre los afiches de películas en Cinecittà (en realidad, cada toma de Bardot), los personajes homéricos, o el accidente automovilístico. Inclusive, la película contiene un still sonoro, no visual: “Silenzio!”, en voz de Godard, la última línea del film, que es usada también, en otro contexto, aunque la referencia a Godard es obvia, por David Lynch en Mulholland Drive (2001). Le mépris es una película que trata, entre otras cosas, de la filmación de una película, contrapone dos formas de hacer cinematografía (el dinosaurio Lang y el bebé Godard) y se sustenta en una mirada al pasado y en la tradición cinematográfica.

Le mépris



 La estatua Bardot entre los afiches de películas en Cinecittà


Cada toma de Bardot


Los personajes homéricos


El accidente automovilístico


Silenzio!


El cine, dijo André Bazin, sustituye nuestra mirada por un mundo acorde con nuestros deseos. El desprecio (Le mépris) es la historia de ese mundo.
Jean-Luc Godard



 8 ½ (1963) de Federico Fellini

En cambio, 8 ½ (1963) de Federico Fellini, rodada el mismo año que Le mépris, es fundacional en modos muy diversos: precisamente porque es una abierta negación de su pasado, es el símbolo del cine por venir. A diferencia del metacine de los años cincuenta, en 8 ½ el mundo del cine dentro del cine ya no se construye a partir de la puesta en escena de cámaras, estudios y pantallas. En Le mépris, Fritz Lang es un director que trata de filmar su propia adaptación de la Odisea; en 8 ½, el director Guido Anselmi pasa por un periodo de crisis creativa y solo él sabe que no tiene una película entre manos, que la película que va a filmar en realidad no existe (5:29-5:52). Sin embargo, el espectador, conforme se suceden las escenas, entiende que la cámara es una prolongación y un reflejo de los ojos y de la mente de Guido (alter ego de Fellini) que registra sueños, fantasías, visiones y experiencias -pasadas y presentes- en un orden que solo tiene sentido desde el punto de vista del director y gracias a la pauta marcada por el score de Nino Rota. El resultado de esta sucesión de imágenes es la película que solo existe en la mente de Guido, que se construye frente a nosotros y que es la misma que la contiene. 8 ½ es un hermoso ejemplo de metacine. Las imágenes se refieren a ellas mismas, no representan nada que esté fuera de la pantalla.


Federico Fellini

8 ½ debe su nombre al hecho de que, para Fellini, venía a ser su octava y media película (seis largometrajes, dos cortos -que cuentan como un largo- y una película codirigida con Alberto Lattuada la anteceden). El título, por tanto, supone una autorreflexión sobre su propia filmografía. En este punto, 8 ½ también rompe con su pasado en más de una forma, lo que se manifiesta en un juego sutil de intertextualidades con sus películas anteriores y con la escuela de cine en la que se formó, la neorrealista. Luego de la escena onírica inicial, Guido despierta y el médico que está a su lado le pregunta si su nuevo proyecto es “otro film sin esperanza” (3:15-3:20) , en una obvia referencia a su película anterior, La dolce vita, en especial a la escena final, en la que se ve al protagonista, Marcello Rubini, atrapado en el mundo frívolo y decadente que detestaba. 8 ½ empieza donde termina La dolce vita y va más allá, al moverse en los límites de la realidad y la ficción, de la vigilia y el sueño, de los actos y los deseos, de la visión y la ilusión (el título provisional de la película fue La bella confusione). 8 ½ es un film liberador y un triunfo de la imaginación sobre la representación realista y también el punto más alto de la carrera de Fellini. La nuit américaine/Day for Night (1973) de François Truffaut, All That Jazz (1979) de Bob Fosse y Stardust Memories (1980) de Woody Allen son los intentos más conocidos y afortunados de imitar, sin éxito, esta obra maestra. Sin embargo, el mejor homenaje a 8 ½ está en otra película de Allen, The Purple Rose of Cairo (1985), que comparte con la de Fellini los juegos dialécticos esenciales entre el arte y la vida.

8 ½




8 ½ - Escena final (1963)

Le mépris y 8 ½ se estrenaron el mismo año (1963) con una diferencia de solo ocho meses. Son dos formas distintas y geniales de hacer cine, de sentirlo y de entenderlo, realizadas por dos directores que, en el tiempo, pueden ser vistos como dos secretos cómplices que comparten las mismas obsesiones y que son consumidos por la misma pasión.


8 ½: hermoso ejemplo de metacine

© 2014 Rodolfo Napurí




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75 años de Gone with the Wind


Scarlett O'Hara (Vivien Leigh)

Rodolfo Napurí


Gone with the Windmás conocida en el mundo hispano como Lo que el viento se llevó- es una de las películas más importantes de la historia del cine de Hollywood por una serie de razones, pero, en especial por una afortunada conjunción de circunstancias. Además, más allá de estas casualidades históricas, tiene un lugar indiscutible en la historia del cine mundial.

Esta superproducción se estrenó en 1939, año considerado como el más importante de la industria cinematográfica por la cantidad de películas que entonces se dieron a conocer y que siguen siendo consideradas hasta el día de hoy como grandes clásicos: The Hunchback of Notre Dame (William Dieterle), The Wizard of Oz (Victor Fleming), Stagecoach (John Ford), Only Angels Have Wings (Howard Hawks), Jamaica Inn (Alfred Hitchcock), Ninotchka (Ernst Lubitsch), La Règle du Jeu (Jean Renoir), Beau Geste (William Wellman), Wuthering Heights (William Wyler), entre otras.


Gone with the Wind (1939)

Más importante que indagar la casualidad de la fecha, conviene tener en cuenta tres razones de índole técnica e histórica. La primera es casi conocida por todos: doce años atrás ya se había filmado la primera película sonora (The Jazz Singer, 1927); la segunda tiene que ver con la instauración, media década antes, del código Hays de censura; la tercera, con la proyección de la película en color. La primera permitió perfeccionar en alto grado las técnicas de grabación, sincronización y reproducción (tanto del sonido como de la imagen); la segunda permitió un mayor trabajo en los diálogos y en la construcción de las escenas, lo que llevó a verdaderos logros de arte cinematográfico por el solo anhelo de burlar las imposiciones de la censura. Estos esfuerzos por mejorar la calidad del cine vivieron su mejor momento en 1939 y explican por qué las décadas de los años 40 y 50 se consideran la edad dorada del cine de Hollywood. Falta mencionar la tercera: la filmación de la película en Technicolor (o en Glorious Technicolor, como era costumbre decir en la época). La técnica fue inventada por una compañía independiente que venía desarrollando desde 1924 una cámara que filmaba con tres cintas a la vez, cada una con los colores básicos del espectro cromático. Esta filmación se juntaba en el estudio en una única cinta que daba como resultado una exposición de colores vivaces y, hasta cierto punto, saturados. La magia del color apareció en todo su esplendor en ese año en más de una película, aunque ya había habido intentos previos a dos colores, como en Ben-Hur, a Tale of The Christ de Fred Niblo, de 1925. En 1938, The Adventures of Robin Hood fue filmada también en Technicolor, pero Gone with the Wind es el ícono que resume todo este momento.


Vivien Leigh en Technicolor

A estas consideraciones técnicas e históricas, hay que agregar una serie de hechos circunstanciales y mediáticos que contribuyeron con el mito de la película. El guión se basó en el libro homónimo de Margaret Mitchell (1936) que, en esos momentos, era el más leído en Estados Unidos, además de haber ganado el premio Pulitzer. La enorme popularidad de la novela fue aprovechada inteligentemente por David O. Selznick, productor y propietario de los derechos de filmación. Hubo toda una campaña a nivel internacional en busca de los protagonistas. En algunos aspectos, Selznick se ciñó al gusto popular, por ejemplo, al escoger a Clark Gable para el papel de Rhett Buttler. En otros casos, prefirió seguir su instinto y desoír al público, quien exigía a una sureña para el papel de Scarlett O’Hara. En vez de una chica del Sur, Selznick se inclinó por una inglesa, una entonces desconocida Vivien Leigh, para felicidad de todos nosotros.

La filmación de la película fue accidentada por las marchas y contramarchas en el guión por parte de Selznick y por los sucesivos cambios de director. Iniciado el rodaje por el talentoso George Cukor, este fue reemplazado meses después por Victor Fleming, debido aparentemente por un veto impuesto por Clark Gable. Además, Sam Wood tuvo a su cargo buena parte de la filmación en una segunda unidad de trabajo. Injustamente se atribuyó todo el crédito de la filmación solo a Victor Fleming, cuando lo cierto es que gran parte del encanto de la película está en las actuaciones femeninas, en especial de Vivien Leigh y Olivia de Havilland. Nadie tiene dudas de que ese mérito le corresponde solo a Cukor, famoso por su tacto en la dirección de actrices, comparable en el día de hoy al trabajo que realiza Almodóvar. La leyenda cuenta que Vivien Leigh lloró, al recibir el Óscar, no por el mérito que este representaba, sino por la injusticia cometida con Cukor.


Rhett Buttler (Clark Gable) y Scarlett O'Hara (Vivien Leigh)

En suma, Gone with the Wind representa muy bien la madurez alcanzada por la industria cinematográfica norteamericana, marcó la pauta en muchos aspectos sobre cómo hacer películas para el vasto público y fue el inicio de las grandes superproducciones –junto con los notables antecedentes de Cabiria (1914) de Giovanni Pastrone y de Intolerance: Love’s Struggle Through The Ages (1916) de D. W. Griffith. Pero siempre –y sin razón alguna de por medio- Gone with the Wind perdura como solo lo hacen los clásicos, que se ven una y otra vez, sin cansancio, y por toda la vida.

© 2014 Rodolfo Napurí


Gone with the Wind

Gone With The Wind




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Casablanca otra vez


Rodolfo Napurí


Acabo de rever Casablanca por enésima vez y no me canso. Más allá de su encanto (nadie ha acertado a explicarlo con claridad hasta ahora, tal vez porque el encanto es inexplicable) y de su fama, la película se defiende sola, airosamente. Se afirma que es la película más citada y más copiada de todos los tiempos, que es una obra maestra, tan bien hecha que nadie habla de Curtiz (el director) sino del film, que los diálogos son inolvidables, que fue un producto genial del azar. Prefiero recordar, por mi parte, que su mayor atractivo me parece que descansa en la riqueza humana de sus personajes, tan diversos, tan ambiguos y contradictorios que bien pueden abarcar -a la manera de Shakespeare- todo el espectro de lo posible.

Pensemos en el capitán Renault (brillantemente interpretado por Claude Rains) con su lado oscuro en el ejercicio del chantaje sexual y capaz de convertirse en un héroe anónimo. Precisamente la ambigüedad de su conducta a lo largo de todo el film lo hace muy verosímil, pues desde el principio sospechamos que detrás de su cinismo, algo de noble hay en él. O pensemos en Rick (el gran Humphrey Bogart en su mejor película sin duda alguna), otro héroe anónimo, seguidor irremediable de causas perdidas, tanto en la guerra como en el amor, pero con un pasado oscuro, tal vez ignominioso, y que, además, no ha dejado de pensar en sí mismo y en salvar su propio pellejo. Un crudo realista y un perdido soñador a la vez. Al final, se imponen en ambos las circunstancias y su conducta define el desenlace del film, en el que triunfan las causas perdidas simbolizadas en la lucha contra la opresión nazi y en la renuncia desinteresada que Rick hace en el plano personal, que se resuelve en la exaltación de la amistad íntima de este buen par de sinvergüenzas entrañables. La escena final en la que ambos observan al avión (que simboliza la libertad y el amor, ambas cosas a la vez) alejarse definitivamente de sus vidas mientras caminan en dirección al centro de la pantalla, alejándose de la cámara y, por tanto, del espectador, como si se adentraran en la niebla para no salir jamás de ella, es simplemente conmovedora. Dos solitarios que escogen quedarse en Casablanca, un lugar sin pasado donde son inalcanzables e invulnerables.

Casablanca


Louis, I think this is the beginning of a beautiful friendship.

También está la ambigua Ilsa (Ingrid Bergman), todo un personaje aparte, tanto en sus palabras como en el papel que le toca representar. Los diálogos de amor con Rick, deliberadamente imprecisos, acentúan la incertidumbre que el espectador ya adivina. Hasta ahora me sigo preguntando en qué escenas Ingrid Bergman finge que finge y en cuáles finge que no finge (y eso que no fue, en el balance, una extraordinaria actriz, pero Casablanca es definitivamente su cuarto de hora de fama). Hay un lenguaje de los ojos en los planos y contraplanos entre Ilsa y Rick que está más allá de las palabras.


It doesn't take much to see that the problems of three little people don't amount to a hill of beans in this crazy world.

Si la ambigüedad gobierna la conducta de los protagonistas, es la transparencia la que define a los personajes secundarios. La fidelidad de Sam, la secreta valentía del profesor, la solidaria complicidad del barman son algunos ejemplos del gran retrato humano puesto en escena. Tal vez este sea el secreto de Casablanca, esa delgada línea entre lo aparente y lo cierto, esa enriquecedora imprecisión de la que está hecha la vida y que puede estar resumida muy bien en la imagen congelada y pétrea de Rick, cuyos ojos vulnerables y asustados se encargan rápidamente de contradecir.

© 2014 Rodolfo Napurí



Of all the gin joints in all the towns in all the world, she walks into mine.




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Los pies de Joan Bennett y de Sue Lyon



Rodolfo Napurí


En 1945 el maestro Fritz Lang filmó Scarlet Street, un remake en clave noir de La chienne (1931) de Jean Renoir. Chris Cross (Edward G. Robinson), cajero de una firma y pintor aficionado, es muy infeliz en su matrimonio. Para que su desdicha sea completa, un día conoce a Kitty (Joan Bennett), femme fatale mucho menor que él, y se enamora perdidamente de ella. Kitty descubre un día por casualidad que los cuadros que pinta su ingenuo pretendiente valen más que el dinero que este le da, así que lo pone a pintar noche y día. Kitty siempre se da maña para no concederle nada a Chris, pero él necesita algo más que pinceles y colores para pintar, la necesita a ella. Un día, cansado de pintarla en lienzos, le pide si puede pintarle las uñas de los pies. A Kitty le parece una forma divertida de humillarlo y, levantando los pies como quien extiende las manos, le ordena: “Paint me, Chris. They'll be masterpieces”: la pintura de las uñas, no los cuadros. El erotismo de la escena y el fetichismo de Chris se disuelven en la pantalla.



Scarlet Street (1945)


Casi veinte años después, Stanley Kubrick, despreocupado de disolvencias y de montajes, hace que Humbert Humbert (James Mason) se demore casi dos minutos en cuidar y embellecer los pies de Lolita (Sue Lyon).

© 2014 Rodolfo Napurí


Lolita


 Lolita (1962)




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El legado de Méliès


Rodolfo Napurí


A propósito de los 112 años del estreno de Le voyage dans la lune en París el 1 de septiembre de 1902

Eran tiempos en que los hermanos Lumière se dedicaban a lo que ahora se llama videos hechos en casa. Edison andaba muy ocupado en hacer dinero, en especial con ideas de otros, y, en general, las demás compañías confiaban en que los espectadores se asombraran de ver en un ecran lo cotidiano, es decir, lo que veían todos los días en sus casas, en la calle y en el trabajo: tradición que aún persiste en nuestros días. Felizmente, también fueron tiempos en que otros entendieron que filmar no era solo documentar la vida o hacer películas por encargo, sino también proyectar imitaciones de la vida en la pantalla, imágenes en las que el espectador se reconociera en ellas. La pantalla, más que un espejo, es un espejismo. No nos refleja ni estamos en ella: jamás seremos Mia Farrow y Jeff Daniels en The Purple Rose of Cairo.

Lo sabía muy bien el pionero Eadweard Muybridge, fotógrafo obsesionado con capturar el movimiento en imágenes, quien en 1872 hizo secuencias de fotografías de caballos para saber si había un momento en el que el animal no tocaba el suelo y secuencias similares de mujeres desnudas y de sí mismo con su zoopraxiscopio, para descubrir que el espectador más afortunado siempre es el que está detrás de la cámara, no frente a ella. También lo sabía en 1903, resuelto ya el asunto de cómo registrar el movimiento, el camarógrafo y empleado de Edison, Edwin S. Porter, quien inventó casi todo el lenguaje cinematográfico en un corto de 10 minutos (The Great Train Robbery).

Mucho mejor lo sabía D. W. Griffith, quien inventó casi todo lo que hay que saber para contar una historia con una cámara (por ejemplo, Argo de Affleck parece una película hecha por Griffith en 2012): lo que vino después fueron los logros técnicos que la industria propició y, a partir de ellos, se abrieron otras posibilidades, que no son más que variantes del lenguaje inventado por los pioneros. Porter y Griffith crearon la sintaxis elemental del cine: las secuencias en paralelo, los finales resueltos en un minuto, los variados usos de los planos, el montaje (Eisenstein no innova, solo es más enfático y vehemente que Griffith en el uso de los mismos recursos). El resto se limitó a adaptar estos hallazgos a los géneros heredados de la literatura y cuyo uso demandaba la industria: basta con ver a Chaplin desprovisto de su histrionismo para darse cuenta de que la fórmula era la misma. A fin de cuentas, Charlot fue un plagiario (de canciones, de personajes y hasta de argumentos: Modern Times es una copia de À nous la liberté, pero Clair lo dejó ir). No exagero al afirmar que el siguiente genio en la historia del cine, después de Porter y Griffith, fue Hitchcock (no olvido, del periodo 1900-1940, a Gance, Murnau, Vertov y Buñuel, pero estas cuestiones las discutiré en otra oportunidad).

Méliès, en cambio, fue un gran ilusionista y un visionario, de una imaginación inagotable en una época en la que la ambición comercial de otros plagió el trabajo y talento ajeno (como lo hizo Edison con el propio Méliès, luego de una infortunada asociación comercial). Sus puestas en escena, su capacidad de jugar con la realidad y con la fantasía (ahora le llaman efectos especiales) hicieron del espectador un cómplice de estos artificios. Lo que vemos puede ser real o no, pero como espectadores queremos, durante el tiempo de la proyección, tomarlo como real, es decir, está ocurriendo frente a nosotros y entonces queremos estar en el escenario y no en la butaca.

Es un lugar común hablar de la magia de Méliès y eso es no es exacto. Si entendemos el término "magia" en un sentido muy extenso e impreciso, casi como un cajón de sastre, entonces todos los cineastas, los dramaturgos, los actores, todos los que se suben al estrado y todos los que están detrás de él mientras dura el espectáculo serían también "magos". El mago tiene una limitación, que comparte con casi todos los artistas circenses: no puede acercarse al público, porque expondría demasiado su artificio, que requiere necesariamente de una mediana distancia visual. Un acto de magia no es una ilusión, es un truco. El pañuelo convertido en conejo tras el humo no es más que un truco que la cercanía delata. El pañuelo, el conejo y el sombrero siguen siendo tres objetos distintos y discontinuos en la realidad.

Méliès, en cambio, fue el primero en filmar sueños dirigidos, a la medida de nuestros deseos, donde pañuelo, conejo y sombrero eran parte de un mismo objeto continuo, del mismo modo que pocos años antes Lewis Carroll lo había imaginado y escrito para Alice Liddell. Con Méliès simplemente estamos dentro de la pantalla, no fuera. A Méliès, afortunadamente, le debemos esas felicidades.

De la conjunción de las posibilidades que la imaginación de Méliès nos dejó y del rigor narrativo que Porter y Griffith impusieron, nace el cine. El resto, lo que vino después y hasta ahora, son variantes, con más o menos recursos técnicos, de la misma puesta en escena.

© 2014 Rodolfo Napurí



Le voyage dans la lune (1902) de Georges Méliès


The Great Train Robbery (1903) de Edwin S. Porter





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Murnau en su mejor momento: las dos lunas de Sunrise


Rodolfo Napurí


Sunrise: A Song of Two Humans (1927) de F. W. Murnau, a diferencia de las historias de adulterios y crímenes pasionales de los films noir que se hicieron veinte años después, es el relato de un loco amor que no mata a nadie. Un día llega al campo una mujer de la ciudad y un granjero con familia pierde la cabeza por ella. Los encuentros son furtivos, clandestinos. Murnau sitúa a los amantes en la oscuridad del campo, que en la noche es un laberinto, como la pasión que consume al granjero. En este extraordinario plano secuencia, la cámara se sitúa, al principio, detrás del protagonista (George O’Brien). La luna delante de él ilumina el entorno, pero también rige los sombríos designios del encuentro con la amante (Margaret Livingstone). El granjero se adentra en la oscuridad de la noche y la cámara lo sigue. La vegetación le hace dar un giro a la derecha y luego dos a la izquierda, con lo que evita los matorrales y regresa al camino, siempre con la luna delante de él. A la izquierda del camino hay un cerco, lo sortea de un salto y empieza a caminar en sentido opuesto, retornando sobre sus pasos, esta vez con la luna a sus espaldas. La cámara, que está detrás del granjero, se detiene y espera que este se aproxime. Cuando el granjero la alcanza, gira y lo sigue. Ahora la cámara subjetiva, que está nuevamente detrás, se convierte en el punto de vista del personaje, quien avanza guiado por una luz cada vez más intensa conforme sale de la vegetación. Llega a un claro en el que la amante lo espera. Una segunda luna ilumina la escena (la primera ha quedado atrás). Este sutil detalle contamina de irrealidad el encuentro y revela que la relación es tan imposible como dos lunas en el cielo. El sueño de los amantes es, en realidad, una pesadilla que solo se resuelve al final del film, cuando el amanecer o despertar (Sunrise) restituye la armonía conyugal.

© 2014 Rodolfo Napurí


Sunrise (1927) de F. W. Murnau




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