El legado de Méliès


Rodolfo Napurí


A propósito de los 112 años del estreno de Le voyage dans la lune en París el 1 de septiembre de 1902

Eran tiempos en que los hermanos Lumière se dedicaban a lo que ahora se llama videos hechos en casa. Edison andaba muy ocupado en hacer dinero, en especial con ideas de otros, y, en general, las demás compañías confiaban en que los espectadores se asombraran de ver en un ecran lo cotidiano, es decir, lo que veían todos los días en sus casas, en la calle y en el trabajo: tradición que aún persiste en nuestros días. Felizmente, también fueron tiempos en que otros entendieron que filmar no era solo documentar la vida o hacer películas por encargo, sino también proyectar imitaciones de la vida en la pantalla, imágenes en las que el espectador se reconociera en ellas. La pantalla, más que un espejo, es un espejismo. No nos refleja ni estamos en ella: jamás seremos Mia Farrow y Jeff Daniels en The Purple Rose of Cairo.

Lo sabía muy bien el pionero Eadweard Muybridge, fotógrafo obsesionado con capturar el movimiento en imágenes, quien en 1872 hizo secuencias de fotografías de caballos para saber si había un momento en el que el animal no tocaba el suelo y secuencias similares de mujeres desnudas y de sí mismo con su zoopraxiscopio, para descubrir que el espectador más afortunado siempre es el que está detrás de la cámara, no frente a ella. También lo sabía en 1903, resuelto ya el asunto de cómo registrar el movimiento, el camarógrafo y empleado de Edison, Edwin S. Porter, quien inventó casi todo el lenguaje cinematográfico en un corto de 10 minutos (The Great Train Robbery).

Mucho mejor lo sabía D. W. Griffith, quien inventó casi todo lo que hay que saber para contar una historia con una cámara (por ejemplo, Argo de Affleck parece una película hecha por Griffith en 2012): lo que vino después fueron los logros técnicos que la industria propició y, a partir de ellos, se abrieron otras posibilidades, que no son más que variantes del lenguaje inventado por los pioneros. Porter y Griffith crearon la sintaxis elemental del cine: las secuencias en paralelo, los finales resueltos en un minuto, los variados usos de los planos, el montaje (Eisenstein no innova, solo es más enfático y vehemente que Griffith en el uso de los mismos recursos). El resto se limitó a adaptar estos hallazgos a los géneros heredados de la literatura y cuyo uso demandaba la industria: basta con ver a Chaplin desprovisto de su histrionismo para darse cuenta de que la fórmula era la misma. A fin de cuentas, Charlot fue un plagiario (de canciones, de personajes y hasta de argumentos: Modern Times es una copia de À nous la liberté, pero Clair lo dejó ir). No exagero al afirmar que el siguiente genio en la historia del cine, después de Porter y Griffith, fue Hitchcock (no olvido, del periodo 1900-1940, a Gance, Murnau, Vertov y Buñuel, pero estas cuestiones las discutiré en otra oportunidad).

Méliès, en cambio, fue un gran ilusionista y un visionario, de una imaginación inagotable en una época en la que la ambición comercial de otros plagió el trabajo y talento ajeno (como lo hizo Edison con el propio Méliès, luego de una infortunada asociación comercial). Sus puestas en escena, su capacidad de jugar con la realidad y con la fantasía (ahora le llaman efectos especiales) hicieron del espectador un cómplice de estos artificios. Lo que vemos puede ser real o no, pero como espectadores queremos, durante el tiempo de la proyección, tomarlo como real, es decir, está ocurriendo frente a nosotros y entonces queremos estar en el escenario y no en la butaca.

Es un lugar común hablar de la magia de Méliès y eso es no es exacto. Si entendemos el término "magia" en un sentido muy extenso e impreciso, casi como un cajón de sastre, entonces todos los cineastas, los dramaturgos, los actores, todos los que se suben al estrado y todos los que están detrás de él mientras dura el espectáculo serían también "magos". El mago tiene una limitación, que comparte con casi todos los artistas circenses: no puede acercarse al público, porque expondría demasiado su artificio, que requiere necesariamente de una mediana distancia visual. Un acto de magia no es una ilusión, es un truco. El pañuelo convertido en conejo tras el humo no es más que un truco que la cercanía delata. El pañuelo, el conejo y el sombrero siguen siendo tres objetos distintos y discontinuos en la realidad.

Méliès, en cambio, fue el primero en filmar sueños dirigidos, a la medida de nuestros deseos, donde pañuelo, conejo y sombrero eran parte de un mismo objeto continuo, del mismo modo que pocos años antes Lewis Carroll lo había imaginado y escrito para Alice Liddell. Con Méliès simplemente estamos dentro de la pantalla, no fuera. A Méliès, afortunadamente, le debemos esas felicidades.

De la conjunción de las posibilidades que la imaginación de Méliès nos dejó y del rigor narrativo que Porter y Griffith impusieron, nace el cine. El resto, lo que vino después y hasta ahora, son variantes, con más o menos recursos técnicos, de la misma puesta en escena.

© 2014 Rodolfo Napurí



Le voyage dans la lune (1902) de Georges Méliès


The Great Train Robbery (1903) de Edwin S. Porter





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